Lo que importa – 28 No voy a misa los domingos…

…pero celebro la eucaristía todos los días

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No me duelen prendas en reconocer ante los seguidores de este blog que hace ya mucho que he dejado de ir a misa, salvo por algún compromiso social o circunstancial. Dos son los motivos que me arrastran nada menos que a figurar en el nutrido listado de los “católicos no practicantes”, cuyo catolicismo parece no importarles más que como carta de presentación para entrar en la gloria celestial. Poco importa que ese no sea mi caso, como se deduce fácilmente de cuanto llevo escrito en este blog y refleja claramente el meollo de esta misma disertación. Si no voy a misa, confesándolo con honestidad, se debe, por un lado, a que en ella me aburro por lo general soberanamente, y, por otro, a que me parece un ritual demasiado artificial que, de suyo, nada o muy poco tiene que ver con la Cena del Señor.

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En cuanto al aburrimiento, seguramente muchos de los que acuden a misa habitualmente como una obligación dominical podrían corroborarlo, pues las misas resultan, por lo general, un culto demasiado repetitivo y formal, cuyas lecturas y plegarias han sido meticulosamente estudiadas y seleccionadas y cuyas homilías, tan reiterativas, suelen estar llenas de tópicos, ajenas a los problemas reales de quienes asisten y, casi siempre, justificativas y propagandistas de un sistema cerrado e inmovilista. El domingo se va a misa, se cumple con la obligación de hacerlo y ya está, uno es un católico de ley, un católico que "practica" su fe, como si el cristianismo fuera una "confesión de creencias" y no una "forma de vida". Si uno entra en el templo para la misa y sale de él tal cual, sin experimentar su propia conversión, la de hacerse alimento para los demás, participa ciertamente de un acto social cuya mayor virtud es matar el tiempo.

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Su escasa similitud con la Cena del Señor se debe a que, tras insistir en una alabanza a Dios para la que, según Jesús, no es necesario desplazarse a ningún templo, las misas se convierten en adoctrinamiento, al recordar machaconamente dogmas, y en afianzamiento del opresivo sistema clerical, al reafirmar la jerarquía eclesial, amén de identificar un pan y un vino sacramentales con el mismo Dios, a despecho de que puedan servir o no para compartir y alimentar a todos los asistentes. He repetido en este blog hasta la saciedad que la presencia de Dios entre nosotros no hay que buscarla en el “pan consagrado”, cuya portentosa virtualidad se agota en ser “pan de vida” o “alimento espiritual”, sino en cada ser humano. Debido a que Jesús mismo no se identifica con el pan, sino con los seres humanos necesitados, ponerse de rodillas ante un pordiosero, pongamos por caso, sería un acto de fe coherente, pero hacerlo ante la eucaristía, cuya virtualidad se limita a ser pan de vida o alimento espiritual, resulta una auténtica pantomima. A los cristianos nos falta el coraje de reconocer la gran verdad de que Jesús sigue vivo entre nosotros, pero no confinado en un trozo de pan, sino en nuestros semejantes, verdad inaudita que es realmente el esqueleto y el nervio de la fe cristiana.

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A pesar de lo dicho, confieso sinceramente que estaría dispuesto a volver habitualmente a la misa de los domingos si en su celebración se produjeran algunos cambios que me parecen substanciales. En cuanto al celebrante, a mi criterio no procede de ninguna manera que, a estas alturas del desarrollo de los derechos humanos, las mujeres sigan siendo excluidas olímpicamente del ejercicio de ese ministerio. Basta ya de componendas y pamplinas teológicas y evangélicas, como si Jesús hubiera sido un irredento misógino, para seguir manteniendo lo que claramente no es más que un privilegio netamente machista. Clama al cielo ver a sacerdotes, por lo general muy entrados en años, corriendo de un lado para otro para que los pocos habitantes de algunos pueblos puedan seguir cumpliendo una obligación tan formal como la de “oír” misa todos los domingos. De no acaparar el poder ministerial y compartirlo debidamente, resultaría muy oportuno y natural que las mujeres pudieran echar una mano en un asunto tan crucial como ese. Un paso tan decisivo y trascendental como ese impulsaría, qué duda cabe, otros más significativos y determinantes para celebrar como es debido la Cena del Señor.

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En cuanto a la celebración misma, recuerdo que son numerosas las ocasiones en que en este blog me he referido a la eucaristía como una auténtica comida en la que realmente se parte y se comparte no solo el cuerpo y la sangre del Señor, sino también la vida de los asistentes, convertidos por virtud de la celebración misma en granos de trigo y de uva de una misma eucaristía. Quien asiste a misa debe estar dispuesto a sentirse y comportarse como eucaristía, es decir, como alimento que también se parte y se comparte. En otras palabras, en la celebración de la eucaristía el cristiano debe ser al mismo tiempo comensal y comida. En otras palabras, comiendo el pan de vida, uno convierte su propia vida en alimento de todos los demás.

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De ahí que la eucaristía cristiana tenga un alcance que rebasa con mucho las dimensiones del templo como comedor familiar, pues se convierte en alimento universal. Lo más anticristiano que hay en este mundo es el hambre que están pasando millones de seres humanos, máxime cuando las técnicas de cultivo permiten producir alimentos para una población incluso mucho mayor que la actual. Todos tenemos derecho a comer, igual que todos tenemos la obligación de trabajar, salvo causa mayor, conforme a nuestras propias fuerzas. Quien pueda trabajar y no trabaja, que no coma, porque no puede hacerlo más que robando a los demás. Un cristiano auténtico jamás podrá cruzarse de brazos ante la depredación de que, habiendo alimentos sobrados, millones de seres humanos pasen hambre e incluso mueran por inanición. Si las estructuras sociales y económicas por las que nos regimos no valen para resolver tan acuciante problema, habrá que pensar audazmente en otras más eficientes. He insistido muchas veces en que el gobierno, sea del signo que sea, que no logra que todos los ciudadanos de su ámbito tengan comida y cobijo es un mal gobierno.

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Abundaré, no obstante, en el enunciado del subtítulo de esta reflexión para los lectores a quienes pudiera interesarles mi peculiar manera de proceder. En algún momento del día elevo mi mente hacia el cielo para pedirle al Señor que dignifique y bendiga la miseria pestilente que soy para transformarla en un altar. En él coloco entonces a los ocho mil millones de hombres que habitan la tierra y otros tantos granos de trigo y de uva para formar con ellos un nutritivo pan de vida y una revitalizante bebida de salvación; en suma, una grata ofrenda, formada con todo el amor, la ternura, la solidaridad y el trabajo de todos los hombres durante ese día. Y, entonces, sobre dicha ofrenda digo sencillamente: “tomad y comed todos este pan de vida y bebed este cáliz de salvación, pues son, dice Jesús, mi cuerpo y mi sangre compartidos. La paz sea con todos”. Así de simple, sencilla y diáfana es la eucaristía que celebro cada día y que también puede celebrar, en la forma que le resulte más emotiva y comprometida, cualquier lector que se lo proponga.

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Se trata, pues, de compartir amor, ternura y trabajo; de ser solidarios con todos los demás seres humanos. Tal es la eucaristía cristiana, que nos hace sentir que Jesús no se queda con nosotros en el pan o en el vino consagrados, como si de una joya a un valioso trofeo se tratara, sino en el hecho de compartir cuanto somos y tenemos con nuestros hermanos. Observemos que, refiriéndose al pan, Jesús dice “esto es mi cuerpo” y, refiriéndose al pobre, “este soy yo”. Hay gran diferencia entre estar presente como sacramento, cuyo alcance se limita significativamente a la naturaleza de la materia sacramental, y hacerlo de forma personal al identificarse con el necesitado. El Jesús de nuestra fe, cuya resurrección celebramos en el tiempo litúrgico en que ahora nos encontramos, no vive en los sagrarios de nuestras iglesias, sino en el corazón de cada uno de los seres humanos, incluso en el de quienes nos resultan nauseabundos o son peligrosos para nuestra supervivencia.

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