Las dos certezas del orante

Nunca podemos hacer de la oración un acto mágico, que busca obtener algo mediante el cumplimiento exacto de algún rito.

Son dos los convencimientos que deben guiar la plegaria del creyente. Estos convencimientos están muy bien resumidos y relacionados en la primera carta de Juan, aunque es posible encontrarlos en otros escritos del Nuevo Testamento. Dice la primera carta de Juan (5,14-15): “en esto consiste la confianza que tenemos en él: en que, si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido”.

Primera certeza: el que ora según la voluntad de Dios está convencido de que Dios le escucha y le concede lo que pide. Una expresión parecida la encontramos en la escena del ciego de nacimiento al que los judíos interrogan sobre la identidad de Jesús, y este les responde: sabemos que Dios escucha al que cumple su voluntad (Jn 9,31). Precisamente para que nuestra oración fuera adecuada, Jesús nos enseñó a orar pidiendo que se haga siempre la voluntad de Dios (Mt 6,10). Si a veces pedimos mal es porque nuestros deseos no se adecúan a la voluntad de Dios (Stg 4,3; Rom 8,26). La encíclica Spe salvi (n. 33) lo dice de esta manera: “En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y sus esperanzas”.

Segunda certeza: el orante ya ha conseguido lo pedido. Hay una palabra de Jesús que confirma esta convicción de la carta de Juan: “todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido” (Mc 11,24). Parece claro que, si la voluntad de Dios se cumple siempre y nosotros pedimos según esa voluntad, tenemos la certeza de conseguir lo pedido y, en cierto modo, podemos decir que ya lo hemos recibido. La oración anticipa lo pedido, porque en ella el Espíritu Santo, la prenda de la gloria, las arras de la esperanza, viene a nosotros (Lc 11,13). De una u otra forma, en la oración bien hecha, pedimos que el Reino de Dios, o sea, Dios mismo, se haga presente en nuestra vida. Por eso, en la oración se anticipa todo lo que podemos desear. Este convencimiento del creyente, hace que toda oración auténtica sea un motivo de acción de gracias.

Estas dos certezas nos deben mover a purificar nuestra oración. Nunca podemos hacer de la oración un acto mágico, que busca obtener algo mediante el cumplimiento exacto de algún rito, algo así como: “haga esa oración a san Judas Tadeo y pídase la gracia que se desea alcanzar”; o también: “seguro que, si hace esa oración y se la envía a 10 de sus contactos, recibirá el dinero solicitado”. Esas cosas que, a veces se encuentran hasta en los bancos de las Iglesias, no tienen nada que ver con la oración, sino con la delirante imaginación de sus autores o lectores, a no ser que sean todavía algo peor, una auténtica burla a la religión.

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