"Allí, en aquel sepulcro, la vida y la muerte se enfrentan en un duelo formidable" Pascua: "En aquel sepulcro había sucedido algo estremecedor y, al mismo tiempo, tranquilo y apacible"

Pedro y Juan en el sepulcro
Pedro y Juan en el sepulcro

"Juan se precipita, adelanta a Pedro y llega el primero con el corazón en la garganta. Se agacha. Mira. Sin duda, el alba debe de haber iluminado el cielo. Desde el agujero ve las sábanas tendidas en el suelo. Vacías"

Es por la mañana, pero aún no ha salido el sol. Vemos los pasos de una mujer sola cuando aún está oscuro. Se dirige hacia el sepulcro donde fue enterrado Jesús. En la oscuridad, los pasos son inciertos. Y María los da, uno tras otro, con el dolor de la muerte de Jesús en el corazón. ¿Por qué va al sepulcro? Allí no hay nada que ver. Y hay una gran piedra que lo cierra. Va a tocar esa piedra. El deseo de tocar esa piedra es la fatiga de experimentar el dolor, la pérdida....

Ve que han quitado la piedra del sepulcro. Así nos lo cuenta Juan (Jn 20,1-9). La evidencia salta a su vista en la penumbra de un amanecer que aún no ha iluminado el cielo. ¿Qué puede hacer? Huye. María no investiga, no entra. Está conmocionada. Su instinto le dice que Jesús ya no está allí. No ha visto, no ha entrado. Pero lo siente. Y corre en la oscuridad. Tiene que avisar a las personas más cercanas a Jesús.

Se dirige a Simón Pedro y, después, al otro discípulo, al que Jesús amaba. Vemos a esta mujer correr por las calles para ir a las dos casas. Sus palabras son las de un testigo que ha constatado los hechos, pero el análisis da paso a la emoción, a la exclamación: "¡Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto!". Utiliza el plural. ¿Por qué? ¿Habrá ido primero a ver a los otros discípulos? Juan no nos lo dice.

Pedro y Juan van al sepulcro. ¿Se encuentran en el camino? ¿O Pedro va a Juan con María? Corren. Aquí todos corren. María, Pedro y Juan. Nadie piensa, nadie reflexiona. No hay tiempo. Hay un instinto de no perder el tiempo. No sabemos nada más de María. Vemos a los viejos y a los jóvenes corriendo juntos. Pero no en paralelo.

Juan se precipita, adelanta a Pedro y llega el primero con el corazón en la garganta. Se agacha. Mira. Sin duda, el alba debe de haber iluminado el cielo. Desde el agujero ve las sábanas tendidas en el suelo. Vacías. Se detiene. No entra. Hay respeto por Pedro en esta decisión. Y la sensación de un misterio que aún se percibe sin forma en el alma. ¿O tal vez el corazón late demasiado deprisa?

Pedro, que le seguía, se fija en Juan. El anciano sigue al joven y su oleada de amor y tormento. Pero sin forzar el paso. Entra. Pedro observa el sudario desde dentro. Y también ve el sudario -que había estado sobre su cabeza- no colocado allí con las sábanas, sino envuelto en un lugar aparte. No hay desorden, ni caos de muerte. Las sábanas están puestas o envueltas. No, no había habido un traslado precipitado del cadáver, como había pensado María. En aquel sepulcro había sucedido algo estremecedor y, al mismo tiempo, tranquilo y apacible.

Pedro mueve los ojos: entra, observa. Y está solo allí dentro. Sólo más tarde entra el otro discípulo, que había llegado primero, y vuelve a fijarse en Juan, que habla de sí mismo. Parece sentir una impetuosa necesidad de decir a la vez su entusiasmo por Jesús y su respeto por Pedro.

Sin embargo, todos guardan silencio. Allí, en aquel sepulcro, la vida y la muerte se enfrentan en un duelo formidable. La escena es silenciosa. Juan no relata ninguna palabra entre él y Pedro. Contemplan una ausencia. La visión de la ausencia lleva a Juan a la fe en que Jesús está vivo: y vio y creyó. Lo dice así, como si ver y creer fueran una misma cosa. No nos habla de Pedro: ¿habrá creído también?

Por ahora Juan sólo habla de su experiencia íntima y deslumbrante. Pero añade, en este punto hablando de nuevo en plural, que no, que todavía no habían comprendido. No estaban preparados para la fe. Todos - Pedro, María, él, los demás - no habían comprendido que iba a resucitar de entre los muertos.

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