rar de verdad puede ser una acción peligrosamente transformadora ¿Sirve para algo rezar por Cuba?

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“Estamos llamados a amar a todos, sin excepción, pero amar a un opresor no es consentir que siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable".

Quien sufre la injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos y los de su familia precisamente porque debe preservar la dignidad que se le ha dado, una dignidad que Dios ama”

La oración sincera tiene una increíble fuerza de cambio

Por P. Raúl Arderí S.J.

Desde hace varias semanas se multiplican las invitaciones a rezar por Cuba como respuesta ante la grave crisis que atraviesa la isla. Muchas personas que anhelan cambios concretos de la situación actual se preguntan perplejos ¿para qué sirve rezar? Otros respiran aliviados y se alegran porque mientras los cristianos cierren los ojos y clamen a un Dios invisible, no representarán una amenaza real al estado actual de las cosas.

Para ser honestos debemos reconocer que existen algunas oraciones eficaces y otras no tanto. El mismo apóstol Santiago advierte: piden y no obtienen lo que desean porque piden mal (Sant 4,3), es decir, hay plegarias que caen en saco roto porque no ayudan al ser humano y falsean la imagen de Dios. Cuando en nombre del Señor justificamos la injusticia contradecimos la verdad del Evangelio. Esto sucedió durante la etapa colonial ante el fenómeno de la esclavitud. La Iglesia de entonces se limitó a predicarle a los esclavos la resignación y la obediencia, prometiéndoles una felicidad celestial como recompensa ante los abusos que sufrían. Algunas voces, lamentablemente muy pocas, se levantaron en Cuba para denunciar este fenómeno. Una de las razones de este silencio era que la misma estructura eclesial sacaba ventajas del negocio del azúcar y del tabaco.

Otro ejemplo de plegarias no correspondidas, quizás un poco absurdo, es la del joven estudiante que al salir de un examen de geografía reza para que Buenos Aires sea la capital de Brasil. Confieso que una sonrisa semejante se dibuja en mi rostro cuando en la liturgia pedimos que Dios cambie los corazones de los gobernantes para que en el mundo reine la paz y la concordia. Quizás durante el feudalismo o la cristiandad esta podía ser la solución para lograr la armonía social, pero en los estados modernos, la res-pública solo mejora si cada ciudadano asume la parte de la responsabilidad que le corresponde (derechos y deberes) y se crean estructuras que pongan el gobierno al servicio de la gente y no al revés. Mientras esto no se consiga, de poco vale que el líder vaya a misa y comulgue, si se comporta como un monarca y trata a su pueblo como súbditos.

A pesar de estas y otras desviaciones, la oración sincera tiene una increíble fuerza de cambio. Nos ayuda a sintonizar nuestra voluntad con el querer de Dios, que siempre será la vida plena de todos sus hijas e hijos. Nos permite seguir esperando y actuando cuando parece que el bien es ineficaz y que el mal o la mentira van a ganar. Esta esperanza tiene su fundamento en la certeza de que Dios trabaja en nosotros y con nosotros, y que su última palabra será siempre de salvación. Como diría Mons. Adolfo Rodríguez Herrera (1924-2003), antiguo arzobispo de Camagüey: “mañana, antes de que salga el sol, habrá salido sobre Cuba y sobre el mundo entero la Providencia de Dios”.

La oración tiene además la capacidad de reunir a hombres y mujeres de buena voluntad para conseguir un objetivo común que rompa la lógica de la injusticia, aun atravesando grandes sacrificios. Muchas veces la oración conduce a la acción colectiva inspirada en los valores Evangelio.

En 1981 el pastor luterano Christian Führer, de la iglesia de San Nicolás en Leipzig, República Democrática Alemana (RDA), convocó a un momento de oración cada lunes en la noche para pedir por la paz. Al inicio asistían solo cuatro personas temerosas de las consecuencias de estos encuentros, donde además se hablaba con libertad sobre la necesidad de elecciones libres y de viajar sin restricciones entre las dos Alemania. Pasaron varios años sin que la situación aparentemente se modificara, hasta que en 1988 la asistencia a la oración de los lunes creció paulatinamente, 70, 80, 100… Cuando los órganos de seguridad del Estado, la Stasi, amenazaron con tomar represalias contra los participantes, el pastor optó simplemente por leer las bienaventuranzas antes sus fieles recordando el mandamiento de amar a los enemigos. Poco a poco muchas personas se fueron sumando a la iniciativa, algunas viajando desde otras ciudades o rezando en sus propias iglesias. El 7 de octubre de 1989 más de 70000 personas se congregaron en Leipzig para clamar libertad. A pesar del peligro de arrestos masivos o incluso de que las fuerzas del orden abrieran fuego contra los presentes, estos caminaron en silencio alrededor de la Iglesia de San Nicolás simplemente con velas encendidas. Su deseo de cambio pacífico y las luces de sus velas eran las únicas armas para los que los soldados no estaban preparados. Un mes después, el 9 de noviembre de 1989, cayó el muro de Berlín.

El ejemplo de Leipzig nos muestra hasta qué punto el Evangelio puede cambiar situaciones que parecen inamovibles. El Papa Francisco explica esta dinámica en su encíclica social Fratelli Tutti: “Estamos llamados a amar a todos, sin excepción, pero amar a un opresor no es consentir que siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable. Al contrario, amarlo bien es buscar de distintas maneras que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe utilizar y que lo desfigura como ser humano. Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño. Quien sufre la injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos y los de su familia precisamente porque debe preservar la dignidad que se le ha dado, una dignidad que Dios ama” (FT 241).

Orar de verdad puede ser una acción peligrosamente transformadora.

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